Andrea Pérez
Bruno Rossi
Angeles Giaconi
Apenas pasan quince minutos de las veintitrés del domingo, no es una de sus noches preferidas, en el monoambiente se respira un aire de ansiedad. Sin quitarle la mirada pensativa al gran desparramo de fotocopias, apuntes y libros que hay sobre la mesa, le pega la última pitada al cigarillo y lo prensa contra el cenicero. Mañana, mejor dicho, dentro de nueve horas, Juan deberá estar en un salón sentado frente a tres eruditos vestidos de corbata que lo interrogarán acerca de la historia de las leyes en el mundo.
El silencio, el clima de nerviosismo lo llevan a bajar a la calle para comprar un atado de veinte. Antes deja la pava en el fuego, calentándose sobre la hornalla. El mate también será protagonista durante la vigilia.
Cinco minutos después vuelve con un cigarrillo en la boca a medio terminar. La pava hirviendo crepita en la cocina. El revoltijo de papeles lo envuelve nuevamente en un estado de agobio. Juan es estudiante de abogacía desde hace dos años, y los individuos vestidos de corbata, son magistrados, profesores que conocen todos los recovecos de la ley. Personas a las que difícilmente Juan pueda engrupir con palabrerías.
Entonces comienza con esa meticulosa corroboración de datos, el arduo repaso que suele hacerse momentos antes del examen. Aquella toma de notas que compone el extenso resumen de las cuestiones que indefectiblemente aflorarán durante el oral. La intermitente lectura se interrumpe con los mensajes de textos que son enviados por sus compañeros al celular y con algún que otro momento de distensión que ayuda a relajar la mente para poder proseguir con el estudio durante toda la noche.
Aunque los ojos le duelen porque ya son las cuatro, Juan sabe que hoy no podrá dormir; para esta altura los mates ya le son aburridos, y el humo del cigarrillo formó una espesa nube dentro del pequeño departamento. Lee y relee palabras, memoriza números y nombres de leyes, hace lo mismo repetidas veces. Se para, desperezándose con un pesado bostezo, mira por la ventana, vuelve a sentarse exhausto; aún manteniendo ese gesto de concentración en el rostro, mira las hojas, remarca más conceptos, se detiene y contempla la pared unos instantes.
Así sucesivamente hasta que amanece.
La luz del sol que entra por la venta duplica en él la sensación de cansancio. Sabe que en ciento ochenta minutos deberá estar dando un examen. Se mete en la ducha para ahuyentar el estrés, se viste rápido, ordena, mira el reloj, camina velozmente como buscando algo que no sabe que es. Se toca los bolsillos asegurándose que no le falten las indispensables pertenencias para rendir, como el DNI o la tarjeta de colectivo que lo trasladará hacia la Facultad. Mete la llave en la cerradura y se marcha, en tan solo media hora es el juicio final.
30 de septiembre de 2007
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